lunes, 7 de septiembre de 2015

Yo recomiendo
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Hace no mucho tiempo leí, quien sabe dónde, por esas derivas que provoca la lectura en pantalla, una artículo en el cual su autor afirmaba que las recomendaciones  literarias, las lecturas que recomendamos a otros, no tienen más sustento que el motivo de uno, la mirada personal, el por qué querría que otros que quiero o aprecio o simplemente creo con las entrañas que le haría bien, deberían leer este libro que tengo entre mis manos (no en pocas ocasiones el lector hace ese gesto de levantar la vista de la página, suspendiendo la lectura por unos, y piensa en aquello que está leyendo-  se transporta, viaja- pero otras trae a su mente a alguna persona… “(…) no les ha pasado leer levantando la cabeza” dice Barthes). Es el famoso “tendrías que leer este libro”. Y la verdad, aquellas líneas leídas  en aquel artículo me convencieron, acordé enseguida con esta idea de una especie d crítica literaria menos acartonada, menos pendiente de lo que debería decirse de tal o cual obra…una recomendación desde el yo, desde la propia subjetividad. Por eso, esta primera recomendación (y todas las que le sigan después en el blog) se llaman “Yo recomiendo” y, en particular,  este “tenés que leer este libro” empieza además con un quizás algo jugado “Lo que no aprendí soy yo”. 

No soy partidaria de demarcar territorios para la lectura (más bien prefiero las fronteras porosas), pero la novela de la colombiana es una buena lectura, no sólo para adultos, sino también para adolescentes, porque posee todos aquellos condimentos que hacen entrañable una historia, porque quién no tuvo 11 años alguna vez.

“Lo que no aprendí”, de Margarita García Robayo.

Lo que no aprendí soy yo. Soy yo y mi infancia. Soy yo y mis hermanas en penitencia en una siesta en verano. Yo, mis dos hermanas y mi mamá enojada en un sábado de sol fuerte, un sábado de limpieza general y de música saliendo del tocadiscos.
Lo que no aprendí es una de esas historias con las que uno  se encariña de entrada. Puedo decir que compré el libro por esos dos primeros párrafos esenciales de la primera página: “Esa tarde yo tenía 11 años. Eran las vacaciones de junio de 1991.Y mis hermanos y yo estábamos frente al televisor mirando programas. Por la ventana entraba una luz potente que me daba directo en la cara y me hacía entrecerrar los ojos por eso no podía ver bien a mi mamá que estaba parada en frente.- ‘Su papá se murió, dijo mientras se envolvía el pelo con un moño (…)”
Es que si hay un personaje entrañable en esta historia es, además de la propia Caty, protagonista de la novela, su mamá. La mamá de Caty no es la mamá buena de todos los cuentitos, la mamá de Caty rompe el molde, saliendo de los estereotipos …“Maldita sea, no me creen, no me respetan, pero ya verán: Dios las va a castigar mandándoles una cosa horrible, una enfermedad(….) o : “Mi mamá hizo ‘Hum’ o un ruido por el estilo de ‘ yo sé muy bien lo que le pasa a esta culicagada’, miré por la ventanilla, traté de pensar en otra cosa porque no quería oírla(…)”. Es la madre de una cuando una tiene 11 años, objeto de casi todos nuestros odios  de 11 años y no se encuentra lugar en el mundo, y menos aún en la propia familia.
Lo que no aprendí es la escritura de ese tránsito, de ese pasaje de la niñez a la adolescencia, con sus promesas y sus sinsabores, con sus incertidumbres o sus certezas dudosas, con sus expectativas y sus frustraciones. Ese tránsito que se hace en unas vacaciones de verano al cabo de las cuales Caty (cualquiera de nosotros) ya no es la misma, porque ha crecido un poco y ha dejado de ser ingenua. Se ha acercado, casi hasta tocarla, con la punta de la nariz, a la “trivia” familiar.
Con una escritura que perturba y  conmueve a la vez, colmada de guiños de épocas,  Lo que no aprendí es la infancia y su definitivo abandono para entrar en el terreno incierto de la adolescencia.  Es la pérdida del padre, de su idealización (recuperado, aunque no siempre, más tarde), es la adrenalina y el miedo por los nuevos aprendizajes, por los amores distintos, el de los otros hombres (los que no son el padre), es, ahora lo que se quiere saber de la familia-lo que se esconde tras frases que se vuelven clichés (y de las que hay en toda familia y uno las entiende muy tardíamente)- de la historia de la familia, y es  a la vez la pérdida de una historia para armar otra.
 Lo que no aprendí puede leerse como una novela de iniciación, tal como lo anticipa la contratapa del libro, como una “ bildungsroman” en la cual Caty la niña adolescente se debate entre la figura de dos hombres: su padre Gabriel ( algún tributo implícito a Gabo o simplemente, asociación literaria personal?) figura sagrada y misteriosa que su madre se ocupa muy bien de alimentar ( “ Ella se hacía la sorda, me ignoraba , hasta que en medio de un bostezo me dijo: -lo que le pasa a tu papá /-¿y qué le pasa?/ - Que a veces se muere”)y Aníbal, el vecino hippie, al que Caty se acerca con curiosa  ansiedad y rechazo al mismo tiempo, pues Aníbal pone en cuestión al padre todo el tiempo, es y no es el padre (“…mi papá no es un viejo”). Caty es la heroína de la novela, una chica  de 11 años, que está creciendo, en tránsito, que no es ya chica pero tampoco es grande. Caty no termina de encajar. Deambula por la casa, entra y sale, anda en bici o se echa en su cuarto. Oscila entre las ganas de los juegos con su hermano Gabito y el impulso ‘metiche’ de ser parte de las cosas de hermanas mayores. De hecho a Caty toda su familia, menos su padre que ve en su actitud un espíritu curioso, la llama chismosa ¿ quién no se identifica con ese andar husmeando en la conversaciones de los hermanos más grandes o con ese estado de alerta para captar algo de la conversación de los mayores, porque ahí está la verdad? Porque ya lo sabemos: cuando somos chicos se nos guardan todos los secretos y a Caty la desespera la curiosidad, la nebulosa en que se mantienen a algunos asuntos de su familia. Lo que Caty no aprendió a los 11 años, en aquellas vacaciones tuvo que averiguarlo después. Y es cierto que no todos guardamos la misma versión de nuestra familia. A veces alguno se queda con la que más duele, y otros, otros con la más feliz. Hablando con mis hermanas nunca coincidimos en los recuerdos de nuestra infancia, o si pasa, nunca destacamos las mismas cosas. Lo que no aprendí también habla también de cómo se construye la memoria individual y familiar, de cómo nuestra memoria revisita el terreno de la infancia y de las “versiones que guardamos de nuestra propia historia”.